Que la ciudad de Los Angeles merece una visita nadie lo discute. Pero yo la prefiero corta. No suelo ser muy amiga de los ineludibles turísticos. Turísticos y masificados.
Dadas las inmensas posibilidades al aire libre que ofrece el sur de California y lo poco urbanita que soy, lo difícil es escoger qué hacer. En mi caso el límite lo pone el tiempo de que dispongo y por lo tanto las distancias, que a poco que una quiera recorrer, se comen las manillas del reloj.
La última vez que estuve en Los Angeles, lo primero fue darle a la zapatilla por Long Beach. Bueno, lo primero fue esperar, esperar y esperar a que clarease un poco porque, 9 horas de diferencia con España, son muchas. Carril bici de la playa de Long Beach, Ocean Boulevard dirección Sur hasta donde se acaba el asfalto y vuelta hacia la marina de Shoreline Village. Total: 12 km. Pilas cargadas. Ducha, desayuno y alquiler de coche.
Hay algo que me entusiasma de viajar sin niños y es la posibilidad incrementada de improvisar y que la jugada salga bien. Movida por mi afición a los caldos, decido poner rumbo a Temécula, un pequeño valle situado en el Condado de Riverside que, según reza el folleto del local de alquiler de coches, es un lugar entreñable. Una hora y media más tarde, enfilo la calle principal de Temécula y quedo sorprendida por las vistas. A un lado y a otro de la carretera se ven o anuncian diferentes bodegas, a razón de una cada 2-3 kilómetros. Cuanto me adentro por los caminos que llevan a alguna de ellas, descubro que en realidad son mini bodegas, de no más de unas pocas hectáreas de viñedo. Nada que ver con la extensión de las que he visitado en España. Aquí se trata de pequeñas empresas familiares que han montado su negocio en torno a la venta directa, el consumo de proximidad y el turismo, lo cual no deja de tener su encanto.
Me detengo en Bodegas Palumbo. Dos pequeños edificios de una sola planta decorados con sumo gusto hacen las veces de sala de eventos, exposición, cata y venta. En esta zona cuajada de nombres castellanos de la época de los colonizadores españoles —Murrieta, Valle de Los Caballos o Escondido, entre otros— he ido a dar con la única bodega de sabor italiano…
De ahí me encamino hacia otra bodega en la que voy sobre seguro porque en Bodegas Doffo tienen Zinfandel, uva que me entusiasma. Sin embargo, y debido a que debo volver esa misma noche a Los Angeles no me entrego con demasiada virulencia a su consumo y me conformo con un poco queso y una copa de Doffo 2013 mientras admiro la colección de motos que tienen expuesta y paseo por entre las viñas, exponiéndome a graves peligros…
Una vez saciado mi apetito y ojeado el mapa, me dirijo hacia la costa por el camino más corto, que aún así me lleva dos horas por el infernal tráfico de la Pacific Coast Highway a esas horas. Llegados a este punto, cambio mi destino inicial —una torre anclada a las rocas de Victoria Beach, construida en los años 20 por un pintor local y a la que solo se puede acceder con marea baja— por una parada en el parque estatal de Cristal Cove.
No quiero perderme la puesta de sol sobre las aguas del Pacífico. Según leo en un panel informativo, el parque, surcado por caminos de tierra y cañones, se extiende varios kilómetros hacia el interior. A finales del siglo XIX el terreno fue vendido a unos rancheros americanos que se dedicaron fundamentalmente a la ganadería. Sus hijos trataron de diversificar las actividades y alquilaron los terrenos a granjeros. Llegaron incluso a instalarse grandes núcleos de granjeros japoneses. Tras Pearl Harbor unos 110.000 ciudadanos nipones de la costa oeste fueron evacuados, detenidos e internados en campos de «reubicación» americanos, en lo que más tarde se definió como un arranque de histeria bélica y deficiente gestión militar. La población japonesa tuvo que deshacerse de sus propiedades y los granjeros orientales mal vendieron los terrenos. Ese territorio es hoy el parque estatal sin igual en el que me encuentro.¡Leer para creer!
La caminata por la playa me deja boquiabierta, no por lo evocador del sol hundiéndose en el agua o las gaviotas haciendo picados para su cena. Me quedo sin palabras porque descubro que en las rocas que salpican aquí y allá la playa, hay anémonas, mejillones y… ¡¡¡percebes!!! No salgo de mi asombro.
En cualquier caso, mientras sigo con mi paseo, dejo atrás unas destartaladas construcciones de aparente antigüedad y precariedad que resultan conformar el distrito histórico de Crystal Cove, cuya arquitectura se encuentra protegidísima. Alcanzo un chiringuito de aspecto estupendo. Si además de ver al anochecer, soy capaz de encontrar mesa y cenar frente al mar, es que vuelve a confirmarse el haber nacido de pie. Pero esta vez, no. El restaurante está a tope. Sin embargo el local que linda con él, el Bootlegger Bar, ofrece unas raciones igual de apetitosas, una cifra de clientes bastante inferior y lo que es mejor, un cantautor hawaiano que nos ameniza la velada. El ambiente se presta a cerrar los ojos y disfrutar del momento. Amén.