Indiferente

Sus dedos, entumecidos por la crudeza de la noche que aún lo rodea, a duras penas logran dar una lazada al cordón raído que hace ya tiempo perdió su color original. Se incorpora y con parsimonia desmonta su campamento. Devuelve a su lugar la esterilla sobre la que durmió. Enrolla su saco. Mira con aparente sorpresa el bocadillo que descansa a su lado. Lo engulle. Se limpia unas tristes migas con el revés de la manga. Se atusa la barba con las manos enrojecidas por el frío. Y finalmente apila sus mantas y unos trozos de cartón dentro de una caja sobre la que ajusta un plástico protector, como quien echa el cerrojo de su casa antes de irse a trabajar. Por un momento nuestras miradas se cruzan y algo en sus ojos me trae a la memoria el inmenso verso de Raúl Zurita “Ni pena ni miedo”. Así parece deambular ese hombre. Sin pena ni miedo. Ligero de equipaje. Tan ligero que, por no tener, parece no tener ni nombre. Pero qué sabré yo de su nombre, sus penas, sus miedos o su historia. 

A las siete de la mañana de un sábado cualquiera del mes de diciembre, cuando las calles huelen a orín, alcohol y lejía, los adoquines de la Plaza Mayor de Madrid acogen a un ejercito variopinto: indigentes, barrenderos, policía, trasnochadores, repartidores… todos miembros de un clan que conviven conociendo sus respectivos papeles. Se tratan con el cariño gastado pero enternecido de los viejos matrimonios. Aceptando con resignación el lugar que ocupan. Intentando no importunar, cumplir con su cometido sin grandes aspavientos. El resto de bultos que anoche empezaron a proliferar al caer la temperatura empieza a desperezarse y a desmontar a su vez su campamento. Los encargados de los puestos del mercadillo navideño van levantando lentamente sus persianas. Dentro de poco los visitantes más madrugadores empezarán a vagar por entre las casetas rojas, se multiplicarán y deambularán cada vez en mayor número. Más aprisa. Hasta alcanzar el ritmo efervescente de un hormiguero entrando de pleno en la vorágine de unas celebraciones cuyos referentes morales y espirituales se perdieron hace tiempo. Porque así es la Plaza Mayor en fiestas. Así son las grandes ciudades. Todo queda diluido, engullido, revuelto. Desde la familia engalanada para la ocasión hasta el extranjero más exótico o la pareja de recién casados, cualquiera puede caminar sin apercibirse de nada junto a quien pasea todas sus posesiones en un carrito de la compra. Ciegos a otras realidades menos complacientes que la suya. Los sin nombre —fastidiosos de ver, ya se sabe— se vuelven inapreciables. A simple vista se mimetizan con turistas que arrastran maletas, jubilados que pasean a sus perros, niños dando sus primeras pedaladas. ¿Dónde se meten?¿Se ocultan?¿Desaparecen con la claridad del día, con nuestros valores? ¿Se escabullen para no molestar? Quizá se hayan vuelto imperceptibles de verdad, porque ya nadie parece verlos. 

Levanto los ojos hacia la estrella de ese gigantesco árbol de Navidad que se alza como… ¿Como qué? ¿Como un faro perverso que en lugar de iluminarnos y mostrarnos el camino, nos ciega? No lo sé. Me he quedado encallada, como si mi cerebro se hubiese detenido. Quizá se haya ido de vacaciones. Adonde las palabras no llegan. De pronto, me pregunto qué hago yo aquí, si no me gustan las navidades, ni las masas, ni el invierno en las ciudades. Me pregunto por qué los indigentes españoles no harán como los sin techo de otros países, que emigran a climas más benignos para aliviar así los rigores del invierno y de paso, de nuestra conciencia. 

Pura de día. Puta de noche. Así es mi Plaza Mayor. Ni mejor ni peor. Tan solo indiferente.