Tras 14 horas de viaje —entre vuelos, escalas, gestiones y carreras por el aeropuerto de Johannesburgo— por fin logro sentarme al volante del coche alquilado en el aeropuerto de Ciudad del Cabo, dispuesta a sacarle todo el jugo a las escasas 48 horas de que dispongo en la Península del Cabo. Como no podía ser de otra forma, la inercia me lleva al asiento del copiloto y a accionar el limpia parabrisas todas y cada una de las veces que pretendo sacar el intermitente. Por suerte me encuentro en plena hora punta. Conducir por el lado izquierdo a paso de tortuga me ayuda a hacerme con el manejo del vehículo en los apenas 40 kilómetros que me separan de la costa de False Bay.
Muizenberg, primer pueblo costero que sale a mi encuentro, se asemeja a cualquier enclave surfero del mundo: mar cuajado de tablas y neoprenos y paseo marítimo en el que se alternan tiendas de marca y cafeterías rebosantes de gente. Le siguen St. James, con su piscina natural y un constante desfile de coches antiguos – que parece que los regalan, oiga – y Kalkbay, en cuya calle principal porticada al más puro estilo de Nueva Orleans, conviven librerías, anticuarios, tiendas de moda, decoración y accesorios. Me cuesta interiorizar que me encuentro en el continente africano.
Sin embargo, al acercarme a las vías del tren que discurre junto al mar y enlaza una ristra de pueblitos costeros, siento por fin que he abandonado la burbuja colonial. Pescadores locales, jóvenes caminando por los raíles y unas dunas de arena que han invadido el trazado del ferrocarril impidiendo que éste llegue hasta Simon’s Town, me sumergen por fin en la realidad africana que esperaba. La habitación que he alquilado para esta noche me regala unas vistas de False Bay difícilmente mejorables.
Cualquiera que haya leído Vagabundo en África reconocerá en algunas de mis palabras las de Javier Reverte, tan certeras que es difícil no coincidir en unas apreciaciones que parecen no haber cambiado a pesar de los años transcurridos.
Cape Point. Naturaleza por los cuatro costados
Amanece en Simon’s Town. Los vientos que soplan desde hace dos días y que barrerán la costa durante al menos otros dos me han obligado a abortar la idea inicial de ver la costa este de la Península del Cabo desde el mar. Excursión en kayak cancelada.
Cierto sentido de la precaución me sugiere desistir de la idea de recorrer la Reserva Natural de Cape Point a golpe de pedal, sola, cámara en ristre y con una tarjeta de datos para el móvil como únicas armas.
Así pues, tras un breve pero intenso sueño reparador me encamino hacia la Reserva Natural —abierta de 6 AM a 6 PM por el módico precio de 145 rand, unos 7 euros—para ver el amanecer desde alguna de las rutas que recorren sus acantilados. El día que empieza a clarear me encuentra caminando por Farmer’s Cliff Trail, entre Partridge Point y Batsata Point. El horizonte cambiante que se ofrece ante mis ojos me tiene secuestrada.
Sin embargo, logro arrancarme del paisaje y encaminarme hacia la playa de Buffels Bay. Su piscina natural y la apasionante fauna marina tan al alcance de mis manos —caracolas, estrellas de mar, anémonas, gaviotas y un largo etcétera— me entretienen más tiempo del recomendado si quiero cumplir con leo horario que me he propuesto. Si te gustaría ver la fotogalería que salió de la visita a la Reserva Natural de Cape Point, pincha aquí
De regreso al coche, me dirijo hacia la vertiente más atlántica y meridional de la Península, el Cabo de Buena Esperanza, cuyo nombre inicial, Cabo de las Tormentas —otorgado por el primer navegante portugués que anduvo por esos mares— resultaría mucho más evocador y adecuado. El viento sigue soplando con una intensidad fabulosa.
Poco amiga de las masas, desisto de asomarme al mirador del Cabo al que acaba de llegar una flota de autobuses. Opto por dar media vuelta y dejar el coche aparcado junto a la cala de Kleine Bucht para recorrer la costa oeste de la Península en dirección norte, pasando por Platboom Beach. Tras hora y media de saltar, escalar y sacarme la arena de las zapatillas sin cruzarme con nadie, vuelvo al coche, custodiado con mucho cariño por un par de avestruces.
De vuelta a la carretera principal del Parque, me encuentro con un desvío de nombre sugerente, Olifantsbos. De un volantazo, cambio de rumbo. Las huellas de un incendio reciente confieren al paisaje un aspecto maravillosamente desértico. De la bahía de Olifantsbos arranca un recorrido para avistar los restos del Thomas Tucker, una de las muchas rutas que discurren por la costa para avistar algunos de los pecios de la zona.
En la carretera de acceso y salida de la Reserva y tras haber avistado algún bonteboke y un grupo bastante escaso de babuinos, renuncio a volver hacia Boulders Beach y Foxy Beach en Simon’s Town para avistar su famosa colonia de pingüinos y prosigo camino para pasar la noche en Noordhoek.
Llego a casa de Nicky alrededor de las 6 de la tarde. Por un precio razonable, esta home chef inglesa afincada en Sudáfrica abre su casa a quien quiera alojarse o comer en ella.
Después de permitirme disfrutar a solas del espectacular ocaso desde su jardín en el que a lo lejos se distingue la bahía de Noorhoek, Nicky se sale del guión —yo tan solo he contratado alojarme en una habitación— e improvisa una sencilla pero sabrosísima ensalada que degustamos descalzas, sentadas en las escaleras de accesos a la piscina, dando sorbos a un vino de la zona y charlando sobre los avatares de la vida.
Empiezo mi segundo y último día en la Península con un café de Mozambique de increíble sabor achocolatado acompañado de un estupendo plato de fruta local y un recorrido por la elaboración de las sales caseras de Nicky, preparadas únicamente con ingredientes locales —desde sal marinada en Merlot, hasta sales con algas codium y kelp, las más habituales por estas costas y consideradas por muchos como super alimentos por la cantidad de nutrientes que contienen—.
Pepé Charlot —la quesería local a la que tenía echado el ojo y que ofrece visitas con degustación los martes, jueves y sábados— hoy no abre al público, así que decido acercarme a Kommetjie y a su faro de hierro fundido, Slangkop Point Lighthouse, el más alto de Sudáfrica. Desde ahí me acerco a una bodega local para finalizar mi escapada de 48 horas con una visita ya más urbanita al V&A Waterfront de Ciudad del Cabo.
Chapman’s Peak, la carretera costera que une Noordhoek —literalmente “la esquina del norte”— con Hout Bay bien merece los 45 rand que hay que desembolsar para su utilización. Sorprendida por la cantidad de ciclistas que circulan por esta carretera cuajada de vueltas y revueltas y sin arcén alguno, con tan solo algún mirador para quedarse embelesado mirando el Océano Atlántico, me dirijo a Llandudno. De paisaje menos dramático que la costa que he visto hasta ahora y con un toque menos hippy que Scarborough, éste es uno de los suburbios de Ciudad del Cabo cuyos habitantes han preferido mantener como zona residencial exclusiva sin ningún tipo de servicio ni comercio y con una pequeña playa que también desborda tranquilidad y exclusividad.
El contrapunto lo ofrecen Camp Bay, Clifton, Sea Point o Green Point, cuyos paseos marítimos ofrecen animación callejera permanente.
Green Point. Diseño, diseño, diseño
V&A Waterfront es un claro ejemplo de cómo reconvertir un lugar industrial en declive, en un espacio moderno que aúna cultura, comercio, ocio y negocio además de toda la infraestructura del que fue el primer puerto construido en Ciudad del Cabo. Un paseo por los puestos del Watershed, el mercado de artesanía local situado en una inmensa nave dedicada a artículos de fabricación africana, me da una idea de la creatividad que destila este país. La mayoría de productos, joyería, artículos para la casa, ropa, complementos o productos de belleza, proceden del reciclado de objetos, como latas de aceite transformadas en instrumentos musicales o bolsitas de té convertidas en objetos decorativos.
Pero si algo cabe destacar del bullicioso Waterfront es el icónico museo Zeitz de Arte Contemporáneo de África —Zeitz MOCAA— inaugurado hace apenas un año.
Que de una tosca construcción industrial conformada por 42 silos hayan logrado crear una edificación tan contradictoria como llamativa, es una de las maravillosas sorpresas de la arquitectura modera africana. Su robusta base contrasta con unos elementos verticales livianos y un interior vanguardista fresco y de atmósfera escheriana que embauca al más pintado. Galerías de arte, restaurantes, tiendas y un hotel a guisa de colofón, se entreveran en una arquitectura innovadora increíble. Tan increíble como el amor por la música que existe en toda África.
Aquí la gente canta a todas horas, baila por cualquier motivo, exhibe su sonrisa infinita al son de sus melodías, tiene la música metida en su sistema…
Son las tres de la tarde. Por suerte se me ha pasado la hora punta para comer, así que puedo acercarme a la barra de Willoughby & Co y pedir un 4×4, sus famosos sushis sudafricanos. Otra de las infinitas paradas obligatorias de este lugar. Mientras saboreo una Castel Milk Stout pienso que se me ha acabado esta partida. Dejo Ciudad del Cabo, apremiada por el avión que me espera, emocionada por una naturaleza desatada, entristecida por los contrastes sociales vislumbrados, con el corazón encogido por la falta de tiempo pero con la vista puesta en la próxima vez que vuelva – sin reloj, por favor – dispuesta a ver el Cabo, esta vez desde lo alto de sus montañas.