Fue hace algo más de cinco años.
Mi vida, eso que supuestamente me sucedía mientras yo estaba ocupada haciendo otros planes – Lennon dixit – se había convertido en una gigantesca peonza desbocada. Los días se me pasaban haciendo balance del pasado, temiendo el presente y sin la más remota idea acerca del futuro, mi futuro.
Una tarde de noviembre salí a caminar por la Casa de Campo. Los grandes espacios y el silencio siempre me acompañaron mi introspección y aquello era lo único que necesitaba. Pensar sin interferencias. Sin satélites infantiles, ni teléfonos eternos, ni vecinos entrometidos, ni madres solicitas. Necesitaba ser yo, solo yo, aunque fuese por un breve espacio de tiempo.
Caía el sol. Se levantó algo de viento.
Miré hacia la Sierra de Madrid, cogí aire y empecé a correr.
Porque me lo pedía el cuerpo. Porque al menos eso no escapaba a mi control: la decisión de caminar o correr, derrumbarme o levantarme, liberarme o seguir atada, la tomaba yo.
Y la sensación fue increíble.
El aire azotaba mi cara. El corazón me latía sin control. Me sentía libre.
Así fue como incorporé el correr a mi vida.
Sin saber si era realmente lo que quería.
Encontrando mucho más de lo que esperaba.
Aprendiendo día a día.
Y ganando, a pesar de los fracasos, siempre ganando por haber empezado a echarle kilómetros a mis piernas.