Un rostro emaciado surge por la apertura. Facciones cetrinas pegadas a unos huesos. Ademán tenso, mirada huidiza. Le siguen unas manos apergaminadas que asoman lentamente, una agarrada al quicio de la puerta, la otra empujando lentamente la hoja hacia atrás, dejando vía franca al intruso.
El hombre atisba el contenido de la caja con espanto.
O quizá sea emoción el brillo que parece impregnar su mirada.
¿Será furia?
¿Fiebre?
A estas alturas, poco importa. De repente, los pormenores resultan triviales cuando hay quien se muere de hambre. Porque si el hombre tiene ahora una certeza y solo una, es que hay quien muere de hambre.
Hoy.
Aquí.
En Europa.
En Madrid.
En este inesperado Madrid vaciado del 2020.
El hombre vuelve la vista hacia la caja. Dos litros de leche, uno de aceite, un bote de garbanzos, tres latas pequeñas de atún, un brik de tomate frito, seis patatas, una alcachofa renegrida, ocho yogures abollados y un sobre de fiambre.
Solo eso para alimentar a una familia durante una semana.
Todo eso para alimentar a su familia durante una semana.
El hombre levanta la mirada hacia su alter ego.
Su reflejo escudriña la caja con desesperación. Con la impotencia comedida que otorga la distancia. Se siente pequeño y sucio. De esa mugre que no se va con el puro frotar. De esa mancha que imprime la injusticia, la inmundicia, la vergüenza. Durante muchos años creyó que eso que se extendía frente a él era el futuro, la realidad. Pero no. La realidad está ahí, de pie, mirándole a los ojos.
Las miradas por fin se cruzan, se clavan la una en la otra. Un hombre frente a otro.
El fuego acaba dando paso al agua.
Los incendios nunca se apagaron solos.